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Como equipo de la depósito Red Bull, el Leipzig valora a la hora de escoger sus jugadores que den en el Big Data estupendos datos en los parámetros físicos. Habitual, al fin y al sitio venden una bebida energética y sus equipos deben ser armario de ello. Fieles al principio que anima la casa, salieron a todo tren y encogieron al Madrid, que siempre estuvo un punto detrás de ellos, cuando no dos. Esto sobre todo al principio, cuando aquello olió a goleada de las que encajaba en los abriles setenta y ochenta cuando visitaba campos alemanes. Si no ocurrió tal se debió especialmente a Lunin, que estuvo cumbre. Él sujetó al Madrid.
Sólo encajó un gol, anulado porque era anulable. El que marcó, Sesko, no estaba en fuera de maniobra, pero Lunin no pudo recuperar su posición porque le empujó por detrás Henrichs, que sí lo estaba. No hubiera sido escandaloso conceder gol, como siquiera lo fue anularlo. El otro hombre básico fue Brahim, que marcó un gol ‘messiánico’. Arrancando desde la derecha, en oblicuo, con regates salvando tarascadas hasta colocar el balón con la izquierda, cruzado, por parada, mucho más allá del repercusión de Gulacsi o de cualquier cancerbero conocido. Minutos más tarde se marcharía herido y triste, porque sueña con la Selección, pero parece que no será enfermo.
El Madrid no jugó perfectamente. Anduvo siempre con la franja fuera, soportando un ritmo que no llegaba a ser de su simpatía. La segunda parte ya fue una película del Oeste, carreras de un banda para otro, con el Leipzig cerca del gol y el Madrid soltando unos contraataques en los que sólo el inagotable Camavinga conseguía sumarse a los delanteros. En uno de ellos Vinicius tiró al palo, caridad. Pero el Madrid no hizo méritos para percibir ni por un gol, cuanto menos para percibir por dos. Si ganó, contra singladura y marea, fue porque todos apretaron los dientes y supieron pelear con humildad, pero sobre todo porque Lunin y Brahim estuvieron sobresalientes.
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