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Si la reaparición de Rafa Nadal a primeros de año ya era un ilusionante regalo, su retorno sobre tierra batida, la superficie que le hizo invencible, multiplica ese sentimiento con una mezcla de añoranza y esperanza. Es la añoranza de esos tiempos que ya no volverán, cuando Rafa batía récords en cada torneo de arcilla que pisaba, con la culminación en París y esas 14 Copas de Mosqueteros, difícilmente igualables para la historia. Iba a escribir inigualables, pero en el deporte siempre hay que dejar la puerta entreabierta para los mitos. Y es la esperanza de que, por qué no, todavía quede un posterior bailable. Los aficionados lo sueñan así. Todos lo soñamos. Incluso Nadal, que quiere darse esa oportunidad antaño de echar el cerrojo. El deseo es verle coronado en Roland Garros. Otro más, Rafa. Sabemos que es muy complicado, casi impracticable, pero le hemos manido resurgir otras veces. Muchas. Y con eso fantaseamos. Nos resistimos a dejar de verle inmortal, aunque en los últimos abriles hayamos sentido en nuestras propias carnes su sufrimiento sobre la pista.
Su quebranto en Montecarlo, donde es líder histórico con 11 trofeos, nos devolvió a la fría efectividad. Fue un merma. Pero su regreso en Barcelona, en ese Conde de Godó donde todavía ostenta el mejor registro con 12 títulos, ha vuelto a despertar nuestra ilusión. Somos así de facilones. De soñadores. Nadal batió a Flavio Cobolli en primera ronda por 6-2 y 6-3, en una hora y 25 minutos, un resultado que nos transporta a sus abriles de dominio. Es verdad que entonces, por ranking, debutaba un día posteriormente. Pero siquiera le viene mal envidiar partidos para rodarse. Ahora hay que memorizar si este Rafa, con el servicio adaptado a sus debilidades, será consistente frente a rivales de decano envergadura, como este miércoles ante Álex de Miñaur. Y, sobre todo, si aguantará la carrocería. Lo suyo es cuestión de físico. La clase sigue ahí. Rebosante
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