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La pasada amanecida jugó Djokovic frente a Adrian Mannarino, un tenista que parece un colega. Compite con pantalones anchos, sin sponsor, sin colores estridentes, sin accesorios, y siempre con la misma pala, que te imaginas apoyada en la entrada de su casa, pegado a la bolsa de vidrio para reciclar. Mannarino gusta porque parece un tipo común. Y es más dócil pasmar a alguno si compartes con él imagen y títulos. Pero con los deportistas, en ingenuidad, esto rara vez sucede porque rara vez compartimos cero, ileso una pasión.
El nombramiento de Nadal como embajador del tenis de Arabia Saudí ha causado burla e incredulidad, como si un colega estuviese defraudando, como si en alguna dimensión compartiésemos burbuja con él. Pocos parecen acordarse de que ya en el año 2018 Nadal estuvo a punto de esparcirse con Djokovic un partido de exhibición en Arabia semanas a posteriori de la desaparición del periodista Jamal Khashoggi, el columnista de ‘The Washington Post’ saudí crítico con el régimen que buen día entró en el consulado saudí en Estambul y nunca más salió. Fue salvajemente asesinado por agentes del gobierno. Aquel partido de exhibición se canceló finalmente por una traumatismo de Nadal.
“Siempre trato de ser apolítico. No me gusta involucrarme en ninguna situación política”, dijo Djokovic entonces. Como si el billete no fuese, de hecho, el vínculo más poderoso que existe (Djokovic sí jugó un partido de exhibición en Riad en diciembre frente a Alcaraz). Nadal asegura ahora que “mires por donde mires, en Arabia Saudí ves crecimiento y progreso”. De todos los adjetivos que podía utilizar para evidenciar su atrevimiento eligió el menos verosímil, eligió “progreso”. Al percibir sus malabarismos dialécticos recordé la mejor frase que John McEnroe pronunció en toda su carrera. La dijo calibrado a posteriori de negarse a esparcirse en la Sudáfrica del apartheid en el año 1980: “Tengo mejores maneras de percibir un millón de dólares”. Paradójicamente, se puede percibir perdiendo billete.
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