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Hace unos días, un amable leyente me preguntó por qué habíamos cubo diferente trato informativo a Carlos Sainz y Cristina Gutiérrez en AS, si los dos habían manada el Dakar. Quizá lo hacía influido por las felicitaciones conjuntas llovidas en redes sociales desde distintas instituciones, que metían las dos victorias en el mismo saco, como fue el caso del presidente Pedro Sánchez. En la pregunta había cierto retintín sobre machismo o desigualdad, pero nadie más allá de la intención y de la existencia. Simplemente, el triunfo de Gutiérrez, muy meritorio, llegó en una división beocio que el de Sainz. El madrileño fue el campeón ilimitado en coches, mientras que la burgalesa venció en la modalidad de Challenger. A su vez, la estructura igualmente establece un orden que mezcla todas las categorías de coches en una clasificación única. Ahí, Cristina terminó en el puesto 16º, a 5:44 horas de Carlos. Acordado una posición por detrás de Laia Sanz, otra pionera icónica, que acabó 15ª a 4:53.
Laia y Cristina son dos competidoras ejemplares en un rally en el que rivalizan contra hombres bajo idénticas condiciones. La máxima expresión de la igualdad. Una situación que tienen perfectamente interiorizada. El Dakar no establece clasificaciones femeninas, solo entrega un premio a la mejor mujer, pero es una placa, no el popular Touareg, que reciben solamente los campeones de las distintas categorías. Sanz, que puede presumir del hito de sobrevenir consumido 14 veces seguidas, tiene 11 de esas placas de sus anteriores participaciones en motos. La catalana reconoce que el físico de una mujer sí es un hándicap para competir sobre dos ruedas, pero en coches no existe esa distrito. De hecho, ya hubo una mujer que ganó el Dakar en 2001: la mítica Jutta Kleinschmidt. Ese es el espejo donde se miran para crecer en ediciones futuras. Ya son muy grandes, pero aspiran a serlo más.
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