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El número 34 de la calle Pier Luigi Mariani es un dúplex con rosaleda. Se ubica en la zona residencial de Rieti, una ciudad situada a poco más de una hora de Roma en dirección este. El sitio se ha llenado de cemento y ha perdido un aura popular rico de espontaneidad, con burros tirando del arado saliendo del pueblo, ancianos jugando a las cartas y niños osados lanzando a canasta en plena calle. Uno de esos niños, allá por 1984, era Kobe Bryant.
“Su padre -Joe Jellybean Bryant- aceptó sorprendentemente la ofrecimiento de la Sebastiani Rieti. Venía de desafiar muchos abriles en la NBA (76ers, Rockets…). Fue la primera etapa de su aventura italiana, ya en el estrado de su carrera. Luego estuvo en Reggio Calabria, en el Olimpia Pistoia y en Reggio Emilia (hasta 1991), pero podemos presumir que Rieti fue la primera, y que con él lógicamente caldo toda su comunidad”. La espécimen de ese instante es de Gioacchino Fusacchia, el primer monitor que tuvo un chaval llamado a ser un prodigio, un profeta, un mentor de la canasta: Kobe Bryant.
“Para la ciudad fue insólito que llegara una hado saco. Retentiva perfectamente que Joe, nuestro ídolo entonces, llevaba siempre a su hijo a los entrenamientos. Era achicopalado, y aunque siempre protegido por su padre poco a poco comenzaba a soltarse con el balón, a dar muestras de su espíritu desorganizado, obsesivo, batallero y maníaco pese a ser tan pequeño”, evoca. “Le veías en cualquier sitio jugando”.
Porque para el pequeño Kobe, hijo del mito, se antojaba ordinario inventarse partidos, incluso en espacios carentes de canastas y sí protegidos por muros, por paredes. Era la ley de la calle, hoy edulcorada con grafitis que preservan su existencia, su inmortalidad. “Era pasión lo que tenía. Adicionalmente, se trataba de un irreflexivo muy vivo y poco díscolo, indisciplinado. Un frecuente al pabellón donde se entrenaba el primer equipo e incluso en el calentamiento antaño de los partidos. Era el hijo de Joe, y no podíamos decirle que no podía estar allí botando la palla”, apunta.
El primer partido
Gioacchino Fusacchia es una eminencia de las categorías inferiores en una ciudad que rezuma olor de basket. Aunque ha percutido muchos abriles por las cloacas, la Sebastiani ha jugado en su historia dos semifinales scudetto, y tiene en su palmarés una Korac, lograda contra la Cibona en 1980. Como perfectamente subraya el periodista Gigi Ricci, por allí han pasado, entre otros, estrellas como Roberto Brunamonti y Willie Sojourner, compañero e íntimo amigo de Julius Erving en el Virginia Squires (ABA).
“No me olvido del primer partido que dirigí a Kobe. De ningún modo imaginé que un irreflexivo tres abriles más pequeño que el resto tuviera esa desenvoltura”
Primer monitor de Kobe Bryant
“No me olvido del primer partido que dirigí a Kobe. Eran chicos del 75, todos más grandes que él. De ningún modo imaginé que un irreflexivo tres abriles más pequeño tuviera esa desenvoltura y fuera tan básico. Le agregué a la escuadra para este torneo, pero no pasó el balón en ningún momento. Robaba y anotaba, robaba y anotaba… Le quité, porque el minibasket es un deporte donde no junto a el individualismo extremo“, rememora el histórico primer coach de un Kobe que se marchó con sus padres y se puso a lamentar al sentirse desplazado.
“Quizás le hizo más esforzado. Lógicamente le dieron el premio al mejor deportista”. A partir de entonces y hasta el fatídico incidente de helicóptero, electrocutó el firmamento basket con un par de oros olímpicos USA y cinco anillos Lakers, donde ingresó en el olimpo de la franquicia adyacente a Kareem, Magic Johnson, O’Neal, Jerry West y LeBron James.
El aro de Kobe
En Rieti, la vida de los Bryant (Joe y Pam) era un onda, y en él es donde Kobe daba sentido a su propia existencia. Así lo explica Ricci. “Estaba a pie de campo durante los partidos; le dejaban tirar a canasta con jugadores de Serie A. Les retaba, y sólo al final de los choques le daban una patada en el culo para que les dejara en paz. No tenía miedo ni le intimidaba carencia”, prosigue.
En Rieti, la vida de los Bryant, sí, estaba marcada por la tranquilidad, por el ritmo pausado de Campoloniano, la pequeña fracción (un judería residencial) entre el pueblo y su montaña: Terminillo. Allí aprendió a dialogar italiano, en la escuela Marconi. Allí inventó y perfeccionó el tiro a canasta, concretamente en el campo de los Stimmatini de la Diócesis de Rieti del Buen Pastor, hoy descuidado a su suerte con una red deshilachada que da la espalda al epitafio imperecedero dibujado en el tablero: Black Bamba Enjoys Here. Allí quemó etapas y dio el primer mordisco al compendio de los hitos deportivos.
El resto es historia. Salpicada con episodios oscuros que mancillan la necroscopía de su existencia, pero historia, al fin y al extremidad. “Me sorprendió cuando participó en la atavío de los Óscar (logró la estatuilla por el corto de animación Dear Básquet)… Se lo dedicó a su mujer en un italiano aprendido en Rieti. Es verdad que nunca volvió, pero nos ilusionamos un par de veces: cuando su padre sonó con fuerza para entrenar al club hace diez abriles… Y en 1990, cuando jugamos un torneo doméstico de minibasket en Torino. Él estaba en Reggio Emilia, pero se enteró de nuestra presencia y se acercó. Fue la última vez que le vi”.
Y así es como su primer monitor prefiere recordarlo: con la sonrisa de un imberbe pícaro jugando a baloncesto que se atrevía incluso con el dialecto de la zona. Uno di noi; uno di casa.
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