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- Shoichi Yokoi era un mandón del Ejército imperial japonés. Destinado en la isla de Guam durante la querella, decidió que no deshonraría al emperador Hirohito con su capitulación. Adjunto a dos camaradas -que luego murieron- huyó a lo más profundo de la selva. En 1972, unos pescadores lo encontraron. El regresó a su país y su aclimatación a otro mundo.
La espectáculo era proporcionadamente extraña. El hombre estaba parado frente a su tumba y podía observar su nombre en la pesada mármol que guardaba los restos de sus antepasados. No era un fallecido; lo parecía, pero estaba vivo. Tres meses ayer, en enero de 1972, lo habían incompatible confundido con la espesa selva de la isla de Guam, la más alto y meridional de las Islas Marianas, atmósfera de una terrible batalla de la Disputa del Pacífico durante la Segunda Disputa Mundial.
El hombre que estaba parado frente a su tumba era Shoichi Yokoi, mandón del ejército imperial japonés, del que ya no quedaba ni rastros a veintiocho primaveras de terminado el conflicto. Pero Yokoi había librado su querella personal. No supo, o no supo a tiempo, o no quiso nunca enterarse que la querella había terminado, que Japón la había perdido, que el mundo había hexaedro varias vueltas de carnero desde entonces y que su vida, que estaba a punto de cumplir cincuenta y siete primaveras, se había marchitado en la espesura de la foresta de Guam, entre sapos venenosos y ratas, en la que se había metido contiguo con otros camaradas para no cometer el deshonor de rendirse cuando la isla fue recuperada por los marines americanos en 1944, posteriormente de la Segunda Batalla de Guam.
Yokoi había vivido veintiocho primaveras como un cavernario, hasta que el 24 de enero de 1972, hace hoy cincuenta y un primaveras, unos pescadores lo descubrieron por azar, espiritado como un hilo, desgreñado y desharrapado, con unas aderezos de tejidos vegetales y fibras de cáscaras de coco y una vistazo huidiza y temerosa que escondía lo indecible. Los pescadores lo habían capturado, o apresado, o invitado a unirse a ellos para retornar al mundo que Yokoi desconocía; lo disuadieron casi por la fuerza, pese a su resistor, a su dolor, a su terror de caer en manos de unos enemigos de Japón que ya eran amigos de Japón, y a sus gritos que exigían, si aquel extraño soplo de vida podía exigir poco, que lo mataran. Cualquier cosa ayer que rendirse. Para un soldado japonés de la Segunda Disputa Mundial, no existía la rendición, era un deshonor, una deshonra. La única alternativa era el suicidio.
Ahora, tres meses posteriormente, en abril de 1972, Yokoi volvía a su ciudad nativo, Nagoya. Era un héroe doméstico, pero estaba muerto de vergüenza, sentía que había traicionado a su emperador, Hirohito, que era lo único que no había cambiado posteriormente de la querella en aquel Japón donde había cambiado todo. Enarboló, con un habla fuera de la moda, una frase legendaria: “Es un poco vergonzoso, pero regresé”, que de inmediato fue adoptada como frase popular en todo Japón. Hoy se diría que se viralizó. Pero entonces ese libramiento no existía.
Camino a su regreso con deleite en su Nagoya nativo, la comitiva que lo celebraba se detuvo en el cementerio para que Yokoi rindiera homenaje a sus antepasados a los que había dejado de ver en 1941, cuando lo reclutaron para servir al imperio. Allí estaba entonces, frente a la tumba de su causa que, con extraña clarividencia, siempre se había inepto a pensar que Yokoi había muerto en Guam hasta que, a diez primaveras de terminada la querella hizo inculcar su nombre en la mármol que cobijaría sus cenizas y las de su tribu, para que al menos esas literatura le permitieran recorrer juntos, aunque de forma simbólica, el holgado camino al más allá.
A posteriori de ver su propio nombre de muerto en la mármol de su tribu, Yokoi fue llevado a su destino de héroe popular en Nagoya. Nunca lo aceptó. No fue sino hasta primaveras posteriormente que, en un manual escrito en primera persona, como si fuese por su propia mano, pero que en efectividad escribió su sobrino, “Private Yokoi’s War and Life on Guam –1944-1972– La vida y la querella del soldado Yokoi en Guam”, reveló parte de sus fantasmas. Mientras era glorificado en Nagoya, Yokoi soñaba en las noches que cientos y cientos de sus camaradas muertos en la selva lo rodeaban para preguntarle: “Yokoi, ¿por qué vuelves solo a casa? Ven con nosotros”. Yokoi despertaba y sus camaradas se esfumaban.
La historia de Yokoi, de sus veintiocho primaveras en la selva, de su vida precaria y azarosa, cerca de en pocas líneas, si eso es posible. No quería sucumbir. Podía aceptar que lo mataran, pero no quería sucumbir. Siquiera quería deshonrar al emperador. Si la rendición no era posible y la única salida era el suicidio, Yokoi decidió no rendirse. Y si para eso debía seguir en querella, una querella anacrónica e ilusoria, una querella de un solo soldado contra un ejército de fantasmas, seguiría en la querella. Cualquier cosa ayer que la rendición.
Yokoi había nacido el 31 de marzo de 1915 en Aisai y en el interior de la prefectura de Aichi. Cuando sus padres se separaron, el pequeño adoptó el patronímico de su causa, Oshika. Y cuando su causa volvió a casarse, hizo suyo el patronímico de su padre de apadrinamiento, Yokoi. Fue aprendiz de modisto, un arte que le salvaría la vida en la selva, hasta que la querella invadió su vida. En 1941, a sus veintiséis primaveras, fue reclutado por el Ejército Imperial y enviado a Manchukuo, Manchuria, un estado títere inventado por Japón en el que Pu Yi pasó, como un títere, los últimos primaveras de su imperio chino.
El 7 de diciembre de ese año, Japón atacó la saco naval saco de Pearl Harbor, Estados Unidos entró en la Segunda Disputa en un nuevo atmósfera, apartado a Europa, el Pacífico. Al día venidero del ataque, Japón ocupó la longevo parte de las islas del Pacífico Sur, entre ellas, Guam. Allí fue a detener Yokoi en 1943, como mandón del 38 Regimiento de Infantería. En julio de 1944, ya con la querella volcada a privanza de los aliados en Europa y de Estados Unidos y Gran Bretaña en el Pacífico, los estadounidenses recuperaron, palmo a palmo, las islas ocupadas por Japón. Fueron batallas sangrientas, desencajadas, con miles de muertos en particular del flanco japonés, donde no concebían la rendición: peleaban hasta ser matados, o, al hallarse superados, se daban crimen unos a otros, o simulaban entregarse para hacer reventar una proyectil cuando los aliados se acercaban a capturarlos.
Cifras: en la batalla de Okinawa, que empezó el 1 de abril de 1945, la querella ya había terminado en Europa, se suicidaron cerca de veinticinco mil japoneses, según los cálculos aliados. En Tarawa, un atolón del Pacifico Central que había sido dominio anglosajón, sólo quedaron vivos diecisiete de los cuatro mil ochocientos soldados que integraban la empuñadura japonesa.
En Guam, la isla de Yokoi, sobrevivieron poco más de mil soldados de los veintidós mil militares destinados a su defensa. La mayoría decidió esconderse en la selva, casi impenetrable, y resistieron en pequeñas células guerrilleras hasta que fueron eliminados, cazados en sus cuevas, quemados vivos por los lanzallamas americanos. Muchos otros se suicidaron y Yokoi perdió la pista de casi todo el resto. Quedó contiguo a otros cinco camaradas en un núcleo decidido a seguir la querella por su cuenta o, al menos, a sobrevivir sin caer en manos enemigas. Del pequeño pelotón de cinco, dos decidieron entregarse. Yokoi compartió entonces su destino contiguo a Mikio Shichi, un angla del ejército y a Satoru Nakahata, un empleado civil de la armada imperial.
El 15 de agosto de 1945, con los hongos de dos bombas atómicas en el Paraíso de Hiroshima y Nagasaki, el emperador Hirohito habló a todo Japón por radiodifusión. Era una figura considerada divina, su voz sólo se había aurícula ayer una vez. El sonido de esa voz, amplificado por los parlantes de las antiguas radios, provocó una ola de suicidios en cientos de sus súbditos que se atrevieron a pensar, o se negaron creer, que el emperador era un ser humano como cualquiera. Ni murmurar de la que armó el caudillo latinoamericano Douglas MacArthur cuando hizo fotografiar y imprimir las habitaciones privadas de Hirohito, salivadera incluida. MacArthur le salvó el cuello al emperador, al que Winston Churchill quería ver balanceándose en el extremo de una cuerda. Pero esa es otra historia.
Hirohito usó un habla complicado, esquivo y rebuscado para murmurar del destino de su nación. Nunca mencionó la palabra “rendición”. Y mucho menos hizo relato al intento de gracia de Estado con el que un sector de las fuerzas armadas imperiales había querido evitar lo obligatorio.
Un ejemplo del habla del Emperador en ese discurso retórico y plagado de símbolos: “A pesar de que todos han hexaedro lo mejor, la lucha fuerte del ejército y de las fuerzas navales, la diligencia y dedicación de Nuestros servidores del Estado y el servicio beatífico de Nuestros cien millones de súbditos, la situación de la querella no se ha desarrollado necesariamente en provecho de Japón, mientras las tendencias generales del mundo se han vuelto contra su interés”.
Perdido en la espesura de la selva de Guam, el soldado Yokoi ni se enteró del anuncio imperial. La montería de los resistentes encarada por loa “marines”, americanos no se había detenido y había obligado a Yokoi y a sus dos amigos, y a los que quedaran sueltos por ahí, a internarse cada vez más en la selva profunda, en la prehistoria.
¿De dónde venía la imposibilidad de los soldados japoneses de no aceptar la rendición y cambiarla por el suicidio? Del fanatismo, de un antiquísimo código de honor de los samurái, que el militarismo rampante del imperio japonés manipuló a su antojo, tergiversó a su conveniencia y manoseó a placer para convertir a toda una concepción de jóvenes soldados en carne de cañón dócil y maleable.
“Bushido” es un término traducido como “el camino del campeador” y emblema un puro código por el cual los viejos samuráis entregaban su vida, que exigía amistad y honor hasta la crimen. El alma del bushido es la admisión del samurái de la crimen; el camino del samurái se encuentra en la crimen, dice un escrito de 1716. Ese rígido código tiene apoyo en el confucionismo, el budismo, el sintoísmo y la ejercicio zen que establecen siete virtudes principales: razón o integridad, coraje, compasión, respeto y cortesía, honestidad y sinceridad absolutas, honor y amistad.
“A nosotros, los soldados japoneses, nos enseñaron que hay que preferir la crimen ayer que la desgracia de ser capturados con vida”, confesó Yokoi luego de su retorno de la selva y del pasado. Esa manipulación de la tradición y de sus conceptos morales, que habilitó incluso el suicidio masivo de los jóvenes pilotos kamikazes que tan pronto como tenían instrucción de revoloteo, o sabían separar pero no aterrizar, llegaba desde los más altos mandos del ejército y del gobierno de Japón. Hideki Tojo, un marcial que fue ministro de querella y primer ministro, dijo a sus tropas: “Para evitar una vergüenza, un hombre tiene que ser válido. Siempre debe tener presente el honor de su tribu y de su comunidad, y pelear para documentar la fe que estos tienen en él. No debe sobrevivir en la vergüenza, sino sucumbir para no dejar un pista de ignominia tras de sí”. Entre paréntesis, prisionero de los aliados, Tojo intentó suicidarse. Pero lo hizo mal, porque sobrevivió. Fue ahorcado como criminal de querella en diciembre de 1948.
Instalado en la selva profunda, Yokoi se dedicó a sobrevivir. Una tarea casi difícil. Los tres compañeros de desventuras, vivieron con el temor de ser capturados por los americanos, descubiertos y delatados por los nativos y enfrentaron el espanto terrible del anhelo: cuanto más se internaban en la selva para estar más seguros, más difícil se hacía observar comida. Comieron de todo: sapos venenosos, anguilas de río, pájaros de todo tipo, ratas que había en opulencia. A pocos meses de vida en popular, decidieron separarse, proseguir un vínculo a la distancia, visitarse cada tanto, asimilar qué había sido del otro, pero residir en soledad. Shichi y Nakahata siguieron en contacto más cartuchón, pero Yokoi se instaló solo en una cueva, cercana a las cascadas del río Talofofo: allí construyó un refugio donde pasó veintiocho primaveras,
Cuando el tiempo y la intemperie hicieron harapos su uniforme de combate, recurrió a sus antiguos conocimientos de aprendiz de modisto, llegó a equipar su propio telar, y tejió, hiló, armó o lo que fuere, una ropa precaria trenzada con fibra de las cáscaras de coco, que eran parte de su alimento, y con anchas hojas de cubierta vegetal, que incluso abundaba como las ratas. Recurrió a los restos de la querella, cantimploras, caparazones de bombas estalladas, esqueletos de cajones de municiones, lo que fuere y le permitiera equipar precarias trampas para pescar camarones o cazar animales distraídos. Comía el menú de la selva: frutas silvestres, mangos, coco, nueces, cualquier animal que nadara, corriera o volara; enfermó de tifus y de malaria, estuvo al borde de la crimen y hasta eligió un sitio para sucumbir, si veía que llegaba su hora, que hiciera difícil si no difícil, que el enemigo recogiera su fallecido.
Así, veintiocho primaveras.
¿Supo que la querella había terminado? Sí, lo supo. Que lo haya creído, es otra cosa. Que haya preferido creerlo, otra muy distinta. En la pluma de su sobrino Hatashin, Yokoi relató para el manual “Private Yokoi’s War and Life on Guam”: “(…) Aquella tarde, desde Pasture Hill o una colina un poco más cercana, una voz habló en japonés fluido a través de un micrófono. Dijo, ‘Soldados japoneses: la querella ha terminado. Por lo tanto, vuelve inmediatamente. Tira tus armas. Desnúdate hasta la cintura y avanza alrededor de Pasture Hill. Soy un cierto japonés, aunque recibo provisiones de Estados Unidos. Quien esté herido, haga una señal de humo e iremos a recogerlo en una camilla’ La voz -sigue Yokoi- era definitivamente de un japonés. Pero nos invitaba a rendirnos. Decía: ‘Fulano de tal, de la escuadra, ¿estás ahí; Si estás vivo, ven inmediatamente. Has luchado muy proporcionadamente, has cumplido con tu responsabilidad. Si regresas ahora, te enviaremos a Japón lo ayer posible. ¡Vuelve inmediatamente!”
Nadie de los tres hizo caso al llamado.
Un día, el año es difícil de fijar, tal vez en 1964, Yokoi fue a pasar revista a sus amigos Shichi y Nakahata, una visitante de control, habitual, en la que los tres cenaban juntos. Relata Yokoi: “Les dije ‘Oy”, desde la entrada, que era nuestro saludo, pero no hubo respuesta. Pensé que estaban dormidos. Había un olor extraño, como el de carne podrida, pero en ese momento pensé que habían cocinado sapos o pollo. Entre en la espesura para atrapar algunos caracoles para nuestra cena y regresé a la cueva. Volví a saludarlos, pero no tuve respuesta. Busqué a tientas en el túnel de camino, toqué algunas piedras redondas: el sitio estaba frío. Pude hacer un poco de fuego con mi mecha de cordón y un trozo de carbón que saqué de debajo del hogar. Cuando la habitación se iluminó me horroricé al descubrir que las “piedras redondas” que había tocado en el túnel eran los cráneos de Shichi y de Nakahata. Los dos se habían acostado uno al flanco del otro con la habitante de uno en los pies del otro. Temí que los hubiera matado el enemigo. Si había sido así, yo estaba en peligro. A posteriori examiné el sitio con más cuidado: no había señas de un ataque enemigo, no había familia en el suelo ni en los cuerpos, no había rastros de sufrimiento. No supe de qué habían muerto, pero imaginé que habían sido mientras dormían”.
A partir de ese día, Yokoi vivió sin otro contacto humano que el propio. Regresó a la cueva de sus amigos para prometerles que iba a regresar sus cuerpos a Japón, si no era él el que moría hado de anhelo, como se sospecha que murieron sus dos camaradas.
Aquella tarde de hace cincuenta y un primaveras, dos aldeanos que revisaban en un confluente del río Talofofo sus trampas de camarones divisaron en un insospechado claro de la espesura aquel andrajo sin destino, un ser extraño que parecía de otro mundo y que lo era. Se acercaron porque pensaron que era un aldeano del este de la isla. Yokoi creyó, o quiso creer, que era el inmortal enemigo que en absoluto había llegado; hubo un forcejeo en el que Yokoi llevó las de perder porque su fuerza era la de un escuincle débil por su propia historia. Recién en la policía posteriormente de exigir que lo mataran, hizo lo que sabía: se identificó con su nombre y patronímico, rango, número de serie y dispositivo del ejército imperial. Y alcanzó la deleite. Fue devuelto a Japón donde lo recibieron como un héroe.
Seis meses posteriormente de su rescate. Yokoi se casó con Mihojo Hatashin, trece primaveras último que él, que tenía cincuenta y siete. Se convirtió en una celebridad de la televisión, en un defensor de la vida austera, apareció en 1977 en un documental que reflejaba su vida secreta en Guam, recibió una pensión vitalicia. El sobrino de su mujer, Omi Hatashin, que tenía seis primaveras en 1972, sería con el tiempo quien recopilaría los memorias de Yokoi para transformarlo en un manual refrendo. Omi siempre dijo que su tío nunca consiguió adaptarse a la sociedad japonesa moderna y que, de alguna forma, entró en un proceso afligido de sus primaveras de mandón y de su vida en la selva, pese a que era invitado a dar charlas en las universidades y escuelas de todo Japón. Regresó a Guam al menos cuatro veces, contiguo a su esposa.
El emperador Hirohito, por quien Yokoi se había jugado el pellejo y por el que había desvivido casi tres décadas como otro animal de la foresta para no deshonrarlo con su rendición, en absoluto lo recibió. El emperador murió en enero de 1989. Yokoi sí fue recibido por el sucesor de Hirohito, su hijo Akihito, en 1991. El envejecido soldado imperial dijo que, según su modesto sumario, ese había sido el honor más alto de su vida.
Yokoi murió por una ataque cardíaco el 22 de septiembre de 1997, a los 82 primaveras. Está enterrado en el cementerio de Nagoya, bajo la mármol en la que su causa hizo inculcar su nombre sin estar convencida de su crimen en Guam.
Allí descansan hoy, los dos juntos.
Por Alberto Amato
Infobae
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